martes, 30 de agosto de 2016

EL PASEO DE ARÉVALO

Vista del Paseo en el otoño de 1978 (Foto: familia Martín García-Sancho)


Cuando Juan Carlos me propuso hablar en el acto de homenaje a don Juan Ramón Gómez Pamo sobre mis vivencias en el parque que lleva su nombre, me di cuenta de que si a uno le piden que recuerde sus vivencias, generalmente, es porque uno ya peina canas y luce calva para poder contar lo que el paso de los años le ha dejado impreso en la memoria.
Así que tirando del disco duro de mis recuerdos puedo contar las vivencias a lo largo de mi vida en tan entrañable espacio con unas breves pinceladas, empezando por la niñez, siguiendo por la juventud y terminando en la madurez que ahora, al parecer, tengo, aunque esto último es discutible.
- Recuerdos de niñez
El juego y el niño deberían ir siempre asociados pues los recuerdos más gratos de la niñez se suelen relacionar con los juegos realizados tanto en el cole, como en casa, como en el barrio. Esos con los que el niño socializa y aprende a superarse y a ser competitivo dentro del grupo.
Puedo decir que tuve la gran suerte de pertenecer a este gran barrio que circunda el paseo, porque era así como siempre lo llamábamos, ni parque, ni jardines de Gómez Pamo, simplemente “Paseo”, a secas, sin nombres ni apellidos.
En la esquina sur del paseo, bajo un gran olmo que había a la altura del último de los chalets, solíamos juntarnos casi todos los niños y niñas del barrio para jugar a decenas de juegos, cada cual más entretenido. Unas pandas de 10, 20 ó 30 chicos y chicas de diferentes edades decidíamos a qué jugar. Un día era al escondite, otro al bote, otro perros para liebres, policías y ladrones, la madre parida, el marro, el burro, ¿recuerdan?: chile, media manga o mangotero… En la mayoría de ellos había que esconderse para no ser descubierto por el o los que velaban. La zona ofrecía multitud de oportunidades, empezando por las callejuelas de las “casas nuevas” oficialmente conocidas como grupo La Moraña, las tapias de los chalets, o los setos y árboles del paseo. Especialmente, en otoño, uno de los mejores escondites era tumbarse en las cunetas de la carretera y taparse con las hojas caídas y amarillas de los enormes y majestuosos olmos que allí había. Aún recuerdo el olor de estas alfombras de hojas al ser removidas.
En una ocasión mi abuelo Luis, hombre paciente como el que más, llamó a mi madre para decirle: “Candelitas acabo de ver saltar la tapia de atrás a un montón de chicos, los primeros a tus hijos. Los he contado, han saltado dieciséis. A ver si se van a hacer daño y tenemos un disgusto”. La verdad es que sí hubo alguna torcedura, algún esguince o, incluso, alguna rotura, nada que no se pudiera remediar con una buena escayola repleta de firmas.
Otros juegos que realizábamos en el barrio o en el paseo eran el pañuelo, vidas, el pincho o guincho o jincho, que de las tres formas lo llamábamos, el peón, los güitos, las canicas, incluso a la goma, a la comba o al chíviri con las chicas. Si ellas juagaban a juegos considerados de chicos, por qué no iban a jugar los chicos a juegos considerados de chicas. Eso sí, si entraba alguna muñeca por allí era posible que saliera sin brazos y sin piernas, todo tenía un límite. Por cierto, me resulta curioso como el popular juego del chíviri, conocido más ampliamente como rayuela, es una palabra utilizada con frecuencia entre las personas de cierta edad de Arévalo y su tierra, pero que no he encontrado en el diccionario, ni ninguna cita que haga referencia al mismo.
Las madres y padres no participaban porque, en aquella época, jugábamos por el barrio desde bien pequeños sin su tutela, por lo que los asuntos o diferencias surgidas los teníamos que dirimir también entre nosotros, por supuesto, sin intervenciones paternas. Así, aprendíamos que no siempre se gana y que, a veces, hay que negociar o, incluso, ceder. A más de un alcalde, diputado, ministro o presidente le hubiera venido bien jugar en este ambiente.
La hora de juegos terminaba cuando se empezaban a oír las voces o silbidos que cada madre o padre daba llamando a sus cachorros para que acudieran a cenar a casa. Sí, el grito era el móvil de la época y les aseguro que en el barrio tenía una buena cobertura.
Otro entretenimiento de aquella tierna infancia era espiar a los novios en los bancos del paseo. En las templadas noches de primavera, verano u otoño, al anochecer las parejas buscaban algún banco en lo más sombrío y era todo un arte del espionaje acercarse hasta ellos sin ser descubierto para ver lo que hacían u oír lo que decían que generalmente era la mar de aburrido. Lo más divertido que podía pasarte es que contaras a tus hermanos menores que los habías visto besarse. Para poco más daba la escuela de espías.
Subir a los olmos, esos gigantes arbóreos, era todo un reto. Había que trepar agarrándote a su agrietada corteza con los dedos y, haciendo palanca con pies y rodillas, empujar hacia arriba con un golpe de espalda. Pero una vez dominada esta técnica era coser y cantar. Hasta llegamos a tener una soga para subir a los menores, lo que produjo ciertos sobresaltos entre la vecindad.
En la parte central del paseo se encontraba la caseta del jardinero. Una de las pruebas de fuego para la chiquillería era saltar desde la tapia a la rama horizontal de un árbol cercano. A algunos se les deslizaban las manos en la rama al balancearse y se daban un buen espaldarazo contra el duro suelo que les dejaba sin respiración, ya que allí no había hierba.
Otra experiencia digna de mención era bajar al Arevalillo entrando al recinto del Marqués por una grieta que había en las altas y blancas tapias junto a un gran olmo, el cual estaba situado, más o menos, a la altura de donde actualmente se encuentra el kiosco de la Lala. Un poco más abajo, por detrás de lo que fue la piscina honda, había y hay unas escalerillas y arco de ladrillo, que bajaban hasta la carretera del lugarejo muy cerca ya del puente del cubo sobre el río Arevalillo. Dentro del recinto tapiado del Marqués había un estanque, que en aquella época nos parecía enorme, con carpas, algunas de ellas rojas. Allí descubrí con resignación que Zoco, mi primer perro, que llevaba perdido más de dos semanas jamás regresaría, pues lo encontré ahogado panza abajo en el pozo que daba agua al estanque.
- Recuerdos de juventud
La raya entre la niñez y juventud me la he puesto a los quince años, cuando en cosa de tres o cuatro años, pasé de espiar a los novios por los bancos a ser Ana y yo los espiados por otros niños menores.
Los dos lugares oficiales de queda en Arévalo eran la plaza o la cruz del Paseo. Para los más jóvenes que no la hayan conocido, esta cruz se encontraba en la entrada norte. Se trataba de un altar rematado en una gran cruz que se levantó durante una celebración falangista en la década de los 40. Como muchos sabéis, durante casi 38 años, la Falange fue el único partido autorizado por la dictadura franquista, es decir desde el año 1939 hasta que, gracias a la Ley de Reforma Política impulsada por Suárez, se legaliza el partido Socialista en febrero de 1977, al que siguieron el resto de partidos del panorama político que se abría definitivamente a la democracia actual. En la década de los 90, altar y cruz se desmontaron y se reubicaron en el cementerio.
Mi primera cita como novio fue precisamente en la cruz del Paseo en mayo del 77. Cuando llegué con el corazón latiéndome como el galope de un caballo, allí estaba Ana, esperándome. Habíamos quedado a las cinco pero, debido a la celebración de la primera comunión de mi hermano Alejandro, me había retrasado unos minutos. Al parecer no importó demasiado el retraso pues llevamos 39 años juntos, siete de novios y 32 de convivencia matrimonial. Toda una vida que tuvo su inicio "oficial" precisamente en el Paseo.
Los bancos del paseo, algunos ya desaparecidos, eran el sitio ideal donde pasar un buen rato en compañía de tus amigos y amigas. Aquellos bancos de cemento con un largo respaldo, de los que todavía quedan unos cuantos en la plaza de los columpios, daban para reuniones multitudinarias. El respaldo era utilizado de asiento, el asiento también y el suelo otro tanto, por lo que cada uno de aquellos bancos podía albergar reuniones diez o quince jóvenes con facilidad.
Aspecto de una de las plazoletas del paseo en los años 60 (Colección de la Alhóndiga)

Actualmente, la mayoría de estos bancos con respaldo distribuidos por todo el parque, especialmente en las pequeñas plazoletas han sido retirados hace tiempo y, lo curioso, es que no han sido sustituidos por otros, cuando la frescura de esas plazoletas invita a sentarse apaciblemente a la sombra para paliar los calores del verano.
Desde el paseo, bien en pandas de amigos y amigas o bien en parejas solíamos bajar al Arevalillo, ya fuera por la carretera del lugarejo o por las escalerillas del Marqués, para subir luego por la fuente de la Alegría en Machín, a la que algunas de mis amigas, incluida Ana, denominaban la piedra, ignoro por qué. En alguno de estos recorridos, desde el Paseo hasta Machín por la ribera del Arevalillo, está inspirado mi poema "DÓNDE ESTÁ EL AGUA".
En Aquella época de juventud si llovía no había muchos sitios donde ir, por lo que si te pillaba en el Paseo, un lugar idóneo donde refugiarse era debajo del tobogán. Recuerdo muchas tardes de lluvia con Ana, bajo el tobogán, acompañados únicamente por el agradable olor a tierra húmeda y la monótona percusión de las gotas estrellándose contra el metal.
La sensación de hacerte mayor, a pesar de tus quince o dieciséis años, se hacía patente cuando amigos de mis hermanos pequeños se reían de nosotros, simplemente, por estar sentados en un banco como pareja. En una ocasión uno de aquellos niños nos lanzó una castaña de indias con tan mala suerte, o tan buena puntería, que le dio a Ana en cabeza. Yo iba a hacer lo que había hecho en otras ocasiones jugando con algún niño, simplemente zarandearle por los pies cabeza abajo y tirarle a uno de los setos. Pero Ana se adelantó en la persecución, alcanzó al lanzador de castañas y le propinó tal bofetada que seguro que llegó a casa con los cinco dedos marcados en la cara. Lo cierto es que nunca más nadie osó a lanzarnos ningún tipo de objeto ni a burlarse de nosotros.
También el Paseo es el lugar donde finalizó mi primera y última borrachera. Fue el 17 de enero de 1978, lo recuerdo porque ocurrió durante el cumpleaños de uno de mis amigos. Empezó durante la fiesta de cumpleaños y acabó en el Paseo, que fue donde me llevaron mis amigos a espabilarme, cosa que fue misión imposible. Por lo que, ante mi lamentable estado de embriaguez y que no me tenía en pie, sabiamente, decidieron llamar a mi hermano Julio César, a la sazón, un año, dos meses y veintidós días mayor que yo, el cual con la ayuda de uno de mis amigos me acercaron a rastras hasta casa pues yo era incapaz de dar un solo paso y solo pronunciaba frases un tanto absurdas, según me contaron, pues al día siguiente no recordaba casi nada de lo acontecido. Tenía 16 años y, desde entonces, no he vuelto a emborracharme. Podría decirse que me sirvió de lección.
De todos los recuerdos, quizás uno de los más fuertes y recurrentes es el de la alfombra amarilla de hojas de olmo que se formaba durante octubre y noviembre. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo hoy mismo, el sonido que producían al caer, al ser agitadas por el viento o, simplemente, al ser pisadas, diferente si estaban húmedas o secas. Y, especialmente, el olor que desprendían al ser removidas mientras caminabas. Dicen que el otoño es el final de un ciclo pero aquellas hojas olían a resurrección, a promesa de primavera.
- Recuerdos de madurez:
Precisamente la línea que separa mi juventud y la aparente madurez, me la he puesto en tala de los olmos del Paseo. Un doloroso hecho que empezó en el año 1986, lo recuerdo porque Ana estaba embarazada de David, nuestro primer hijo, y que culminó con la tala de todos los olmos del Paseo y alrededores dos años más tarde.
La grafiosis, una enfermedad mortal para los olmos, comenzó a notarse en Arévalo en 1984. Ante la falta de iniciativas fitosanitarias por parte del Ayuntamiento y, ante el avance de la enfermedad, mis hermanos Juan, Ignacio, Alejandro y yo decidimos hacer un estudio completo de todos los olmos del casco urbano de Arévalo para intentar distinguir e identificar a aquellos ejemplares que tal vez podrían salvarse con un tratamiento adecuado. Los resultados los publicamos en el informe titulado "GRAFIOSIS EN ARÉVALO", que fue presentado al Ayuntamiento y a la Junta de Castilla y León.
Lo acabamos en julio de 1986 pero de poco sirvió, pues en febrero de 1988 se comenzaron a talar todos los olmos, muertos, enfermos y sanos. Solo en el Paseo se talaron 123 olmos, varios de ellos monumentales y sin signos de la enfermedad. Nunca sabremos si alguno de esos colosos podría haberse salvado con el tratamiento adecuado, tal y como se han salvado dos olmos de Ávila, uno en el paseo del Rastro y otro en la plaza de Italia, por poner un ejemplo cercano, aunque hay muchos más. Pero repito, eso ya nunca lo sabremos.
Olmo talado en el paseo en la primavera de 1988 (Foto Luis J. Martín)

Contados los anillos de uno de los olmos más grandes descubrimos que tenía 423 años y que aún no presentaba los síntomas de la enfermedad. Cuando Cervantes escribió el Quijote el olmo ya estaba allí. Este olmo y alguno más ya existían en las huertas y jardines del convento de los Trinitarios cuando Fray Juan Gil marchó para liberar a Cervantes. Aunque mudos, fueron testigos vivos de la historia de Arévalo: Contando los anillos hacia atrás habríamos sabido, por ejemplo, el tiempo que hizo el año en que el monje Trinitario se fue a Argel, si fue un año lluvioso o seco, o si el invierno fue muy duro o benigno.
Con la tala de estos colosos arbóreos la fisonomía del Paseo cambió radicalmente y, desde entonces nunca ha vuelto a ser lo que fue: un parque urbano con varios árboles monumentales.
La desaparición de los olmos, en cierta forma, supuso mi ruptura con aquel espacio. Resultaba doloroso descubrir cada día que aquellos compañeros de mi niñez y de mi juventud habían sido eliminados para siempre. Pero como pueden comprobar en este texto, al menos los recuerdos no se pueden arrancar. Porque no les quepa duda de que después de la muerte nada queda salvo los recuerdos.
A parte de este cambio radical en el aspecto del parque a raíz de la tala de los olmos en 1988, son muchos los cambios que este parque urbano ha sufrido a lo largo de su historia y, les puedo asegurar que pocos para bien. Con la construcción de las primeras piscinas en la década de los 50, se comieron la parte suroeste del Paseo. Eran dos piscinas separadas por una alta tapia: la de los hombres, que era conocida como la honda, y la de las mujeres, que era conocida como la de los niños. Sí, en aquella época hombres y mujeres se bañaban separados y si alguno osaba asomarse a las tapias que las separaban era multado por conducta inmoral. Aunque esa separación no duró más de diez años, los tiempos cambian. Decir que aquellas piscinas fueron las primeras que existieron en Ávila.
En los años setenta se construyó la mal llamada piscina olímpica, pues no tiene los 50 metros reglamentarios sino 33, ¿dónde se hizo?, exacto, en el Paseo, comiéndose una preciosa rosaleda que allí existía. También se hizo un bar terraza y una pista de baile que, igualmente, hicieron desaparecer otra parte importante del Parque. Más reciente ha sido la construcción de una nueva piscina de 25 metros, los nuevos vestuarios y un nuevo bar terraza, obras que han acabado nuevamente con otro trozo de Parque y con la pista de baile construida 20 años atrás. Todas estas obras han transformado considerablemente la parte sur del parque, la más deteriorada en la actualidad. Y año tras año o década tras década el parque, en lugar de ganar, ha visto mermar su extensión en una cuarte parte.
Gómez Pamo es un personaje arevalense, tuvo una gran importancia por sus estudios, por sus publicaciones científicas. Un hombre destacado de la cultura y de la ciencia. Por ello fue declarado hijo predilecto de Arévalo, por eso se le puso su nombre al Paseo de la Grama y se intentó construir unos jardines dignos de la ciudad de Arévalo, en la que participaron jardineros relevantes de la época. (Para mayor información: Cuaderno de cultura 34).
Tanto por el gran peso cultural y la relevancia pública del personaje de Gómez Pamo, por cierto figura desconocida por la inmensa mayoría de arevalenses, como por la enorme importancia social, ecológica o lúdica que tienen los espacios verdes, hemos de reconocer que, desde su construcción, este parque urbano no ha ganado, solo ha perdido, tanto en extensión como en cualidad y calidad de parque.
Recordar una vez más que las ciudades que poseen una mayor calidad de vida, curiosamente, siempre son las que tienen los mayores y mejores espacios verdes.
¿Por qué será?
En Arévalo, del 25 al 28 de agosto de 2016

Luis José Martín García-Sancho
Leído durante el acto homenaje a Juan Ramón Gómez Pamo organizado por la Alhóndiga de Arévalo y Galerida Ornitólogos el 26 de Agosto de 2016.
Algunos momentos del acto:








viernes, 19 de agosto de 2016

ROMANCE DEL ÁRBOL SECO


En la plaza de las losas,
gran plaza del Arrabal,
el árbol se seca seca,
el árbol se va a secar.
Sobre las losas pasea
un elefante triunfal,
camina camina lento
con su correa y trompal.
Al árbol lo mira mira,
lo mira y vuelve a mirar,
rompe una rama tan seca
que chasca como el cristal.
Por qué se seca arbolito,
le pregunta al concejal,
por qué secar le han dejado
y no le han vuelto a plantar.
Éste se encoje de hombros
como el que oye barritar,
luego se vuelve despacio,
se va por el soportal.
Dejadez de Ayuntamiento,
desidia municipal
que se olvida de este árbol,
olvida y vuelve a olvidar.
En la plaza de las losas,
ya tres años lleva ya,
seco seco, seco seco,
el árbol muy seco está.
En Arévalo, a 19 de agosto de 2016.
Luis José Martín García-Sancho.
(En recuerdo a don Federico García Lorca, en el octogésimo aniversario de su asesinato)
NOTA POSTERIOR:
FINALMENTE, EN FEBRERO DE 2018, EL PRUNO SECO DE LA PLAZA DEL ARRABAL DE ARÉVALO FUE SUSTITUIDO POR OTRO PRUNUS PISARDII. LLEVABA SECO CINCO AÑOS. 


viernes, 5 de agosto de 2016

LA BOBINA BLANCA



Pedrito salió corriendo por el arco de la cárcel hacia la plaza del Arrabal. Si se hubiera girado hubiera visto a Ernesto con los brazos colgando por los barrotes con la mirada puesta en ninguna parte. Los pocos campesinos que quedaban en la plaza, enganchaban las bestias a los últimos carros para retornar a sus pueblos de origen después de haber terminado la jornada de mercado semanal. Algunos burros, mulas y machos aún abrevaban en el foso de la fuente de la bola gorda para comenzar la marcha de regreso con la sed saciada.
Atravesó la carretera, pasó por delante de los soportales del café Central, que a esas horas de la tarde ya tenía los cortinones recogidos en la primera columna de cada extremo, y donde el señor Genaro Rodríguez, colgado de un grueso puro, apuraba su sol y sombra de rigor con soporífera pachorra. Dejó a la derecha la bocacalle de Figones, un poco más adelante la de Canales y por fin la de Sombrereros para adentrarse en los soportales y entrar en el primer comercio donde un gran cartel de cristal con fondo negro y letras doradas rezaba: “Almacén Textil Genaro Rodríguez” y en letras menores: “venta al detal y al por mayor”.
Plaza del Arrabal de Arévalo.

Pedrito entró en la tienda y dijo de corrido lo que le había encargado su madre y que había repetido, una y otra vez, por el camino para que no se le olvidara. Ya le había advertido su madre, Mari la modista, que como no hiciese bien el recado se quedaba sin merienda.
Así que, nada más abrir la puerta sin dar las buenas tardes ni nada soltó de sopetón:
- Que me ha dicho mi madre que me den una bobina grande blanca de la herradura del número cuarenta y que se la pongan en la cuenta.
Domingo, el dependiente del comercio, con una sonrisa socarrona le recriminó:
- ¿Es esta manera de entrar en un establecimiento tan decente como este?
- ¿Por qué, señor Domingo?
- Hombre Pedrito, ¿no te han enseñado a dar las buenas tardes cuando entras en las casas o en las tiendas? Anda, anda; sal ahora mismo y vuelve a entrar como un niño educado.
- ¡Jo! Es que se me va a olvidar el encargo –dijo el niño cerrando la puerta tras de sí.
Pedrito volvió a entrar ante la mirada divertida de Domingo y gritó:
- ¡Hola, buenas tardes! Que me ha dicho mi madre que me den…
- No, no, no, Pedrito, ¿pero tú a qué colegio vas?, ¿no sabes que por educación y decencia cristiana debes decir “nos dé Dios”? Venga; sal, vuelve a entrar y saluda correctamente.
Pedrito se desesperaba, salió nuevamente, cerró la puerta resoplando, la volvió a abrir y gritó más fuerte aún:
- ¡Buenos tardes nos dé Dios!
- ¿Ves? Así, así –le cortó Domingo-. Buenas tardes majete, ¿qué quería usted?
- Que me ha dicho mi madre que me den una bobina grande blanca de la herradura del número cuarenta y que se la pongan en la cuenta.
- Muy bien, Pedrito –le dijo Domingo-. Una bobina blanca grande de la herradura del número cuarenta pero, ¿de qué color?
Pedrito se quedó blanco y dijo con una vocecilla:
- Ah, pues… vaya… no me ha dicho el color.
- ¡Cachis! Pues hala –repuso Domingo-, ve a preguntarlo y luego vuelves.
- Vale, ahora vengo –dijo Pedrito mientras salía por la puerta a toda leche.
Domingo reía a carcajadas.
- ¡Toribio! –gritó-, ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?
- ¿Tú eres tonto, Domingo? –contestó Toribio desde la trastienda-, pues blanco, de qué color ha de ser.
Domingo reía más fuerte aun.
- ¿Y de qué color es una bobina blanca de la herradura?
- Pues blanca también –reía Toribio contagiado-, ¿por qué lo dices?
Domingo le contó su ocurrencia y los dos lo celebraron durante un buen rato.
Así que cuando alguien les pedía una bobina blanca, para recordar la anécdota, repetían:
- Si señora, ahora mismo, una bobina tan blanca como el caballo blanco de Santiago.

En Arévalo, a 26 de agosto de 2015.

Luis José Martín García-Sancho.
Relato publicado en el número 76 de La Llanura de septiembre de 2015