martes, 9 de julio de 2013

EL VUELO DE LAS OVEJAS


EL VUELO DE LAS OVEJAS  ®
 Por: Luis José Martín García-Sancho.
 
La cibeles y Puerta de Alcalá. Foto: Luis J. Martín

Acabo de llegar de Barcelona en el AVE.  El invierno se acaba en el calendario pero todavía se deja sentir con fuerza.

- Tu padre se muere -me había dicho tía Mar por teléfono entre llantos-. Ven lo antes posible, por favor.

            Aquellas palabras resuenan una y otra vez en mi cabeza como un eco.

            Desde el taxi contemplo a la Cibeles mientras la rodeamos. Al fondo se ve la puerta de Alcalá y se intuyen las copas de los árboles del retiro entre sus arcos. Cuántas veces he ido allí con mis padres cuando vivíamos en la calle Serrano, muy cerca de la plaza de Colón. Desde que me independicé, a menudo he recordado los paseos en barca por el estanque. En algunas ocasiones mi padre se tumbaba en el bote con mi hermano pequeño y nos decía que remáramos mi madre y yo, porque Sócrates y él estaban muy cansados. Muchas veces los hechos que parecen más simples son los que permanecen en nuestra memoria.
Estanque del retiro. F. Espada
            Nos vinimos a vivir aquí cuando yo tenía cinco años. Aún conservo algunos recuerdos borrosos de mi vida en el pueblo. Son como imágenes sueltas que me vienen a la cabeza de repente, sin buscarlas. Me acuerdo de mi madre lavando la ropa en la pila. En invierno me gustaba romper el hielo con una piedra. Una vez aclarada y escurrida la tendíamos en los alambres del corral que iban de un lado al otro de las tapias. Es curioso, tengo muchas imágenes de mi madre de aquellos primeros años: cómo me peinaba o me hacía trenzas... Me acuerdo perfectamente de su respiración en mi nuca mientras me cogía una coleta. En aquella etapa del pueblo su olor era algo especial. Es como si la estuviera oliendo ahora mismo. He intentado buscar aquel aroma de mi madre en cientos de perfumes y jamás lo he encontrado. Era una especie de fragancia a ropa limpia, a piel fresca y suave. Era el olor de la juventud de mi madre que se perdió cuando nos vinimos a trabajar a la portería. Ese mismo año nació mi hermano Sócrates.

            Pero no tengo recuerdos de mi padre en el pueblo. Desde que llamó mi tía los he intentado buscar en mi memoria, pero nada. De lo único que tengo certeza, es de sus palabras tras la muerte de mi madre cuando me dijo con los ojos enrojecidos y la voz quebrada que los mejores años de su vida los había vivido junto a nosotras en el pueblo. Que mi madre siempre le decía que cuando se jubilasen volverían. Pero el caso es que nunca quiso volver sin ella.

            Al llegar a La Paz me siento agitada, nerviosa. Sé que tengo que entrar a ver a mi padre, lo estoy deseando, pero no sé qué decirle, ni qué hacer. Cómo desenvolverme en esta delicada situación. Hemos compartido muchos momentos, alegres, tristes, difíciles, pero no nos educan para presenciar la muerte de uno de los nuestros.

Hospital La Paz. Foto: Ana Alas

            Al Abrir la puerta veo a un hombre tendido en la cama. Es mi padre, no cabe duda, pero está demacrado, pálido, con las mejillas hundidas. Duerme. Tía Mar me sonríe levantándose de la butaca.

- ¡Hija! –grita mi tía susurrando-. Qué pronto has venido.

- Hola tía Mar –contesto mientras nos abrazamos- ¿Cómo está?

- Ahora está tranquilo. Ha descansado muy bien desde que le han puesto morfina.

- ¿No sufre? -pregunto con los ojos humedecidos-. ¡Madre mía! Cuánto ha envejecido desde la última vez que le vi. Si no hace tanto…

            Por qué –pienso en una milésima de segundo-, por qué me fui a Barcelona cuando cerraron la empresa de Bilbao. Sabía que mi padre estaba solo. Podría haber vuelto. Pero él pareció adivinar mis sentimientos cuando empecé a preguntarle: "Padre, ¿quieres que..." Él me cortó para decirme: "No hija, no pienses en mí, tú debes hacer tu vida. Yo estoy bien. No te preocupes por mí”.

            Mi padre mueve la boca, como si estuviera masticado algo. Gira la cabeza. Entreabre los ojos.

- Hola hija -mientras me extiende una mano- ¡Qué alegría!

-Padre -contesto con la voz entrecortada.

            Nos abrazamos, nos besamos. No digo nada. No puedo. Si hablo voy a empezar a llorar y no quiero.

- ¿Qué tal están Asier y Ainara? ¿Han venido? No claro. Se habrán quedado con su padre en Barcelona.

            Asiento mientras le acaricio la mano pero no puedo decir nada. Tengo un nudo en la garganta que me impide hablar.

- Qué casualidad, ¿sabes? -dice mi padre mientras sonríe-. Ahora mismo estaba soñando contigo ¿Te acuerdas de cuando vivíamos en el pueblo y te llevaba al campo a ver avetardas? Nunca he olvidado tu sonrisa cuando señalabas hacia arriba y decías: "¿Vetadas?", mientras nos sobrevolaba alguna bandada. Aquellos instantes fueron de los más felices para mí. Durante todos estos años, nunca me he olvidado de tu sonrisa con los brazos extendidos al cielo. Esa sonrisa ha sido el mejor regalo que me has dado nunca, hija.

- Ya ves, y ahora me muero -continúa mi padre muy despacio, como si le costara concentrarse-. No, no quiero que llores. Tampoco quiero que me enterréis. Díselo a tu hermano cuando llegue de Alemania. Quiero que me quemen y que disperséis mis cenizas por los campos de nuestro pueblo un día de viento, desde lo alto del Valhondo. Allí es donde siempre me ha gustado estar. Ninguno de los muchos años que llevo viviendo aquí, ha conseguido borrar ese recuerdo. No sabes cuánto me hubiera gustado enseñar las avetardas a Asier para volver a verte a ti de niña en su sonrisa. Pero creo que ya no va a ser posible. Lástima. Siempre dejamos deseos para después, sin darnos cuenta de que ese pretendido después, se convierte en nunca.

            Me abrazo a mi padre intentando contener el llanto. No sé cuánto tiempo permanecemos así.

****     

Camino de la campiña abulense. Foto: Luis J. Martín 
Avanzamos por los caminos de la campiña castellana. Tío Paco conduce su coche lentamente hacia el Valhondo. También me acompañan mi hermano Sócrates y tía Mar. La primavera no ha hecho más que empezar pero aquí el invierno siempre tiene la última palabra.

            Por fin, después de buscar durante tanto tiempo en mi cabeza, tengo algo que recordar de mi padre en el pueblo. Él me ha dado ese regalo. Lo cierto es que, ahora que ha muerto, cierro los ojos y me vienen a la memoria imágenes y sonidos como si los estuviera viviendo ahora mismo: Con su gorra raída, su pitillo en la boca, su mano fuerte y áspera sujetando la mía por el camino de Matacabras. Escucho sus sonidos al caminar, su respiración intermitente después de cada calada al cigarrillo. La llanura ondulada repleta de campos de cereal, tan verdes, inmensos, infinitos.

            En la huerta del señor Pruden, un anciano me da guisantes verdes. Los voy pelando mientras subimos por la loma y tirando las vainas vacías al camino. Si me vuelvo a mirar, puedo ver como las cogujadas, con su cresta erecta, las picotean por si acaso me hubiera dejado algún guisante en su interior. Veo también las carreras de las liebres persiguiéndose unas a otras y golpeándose con las patas delanteras, puestas en pie, como si fueran boxeadores, mientras mi padre me dice  que están buscando novia.

            Tras una pequeña loma, aparece una gran bandada de avutardas, muy cerca del majuelo de Arecio. Son machos. Algunas son como grandes bolas blancas. Hacen la rueda para atraer a las hembras, me explica mi padre. De pronto echan a volar. Algo las ha espantado. Y pasan  todas por encima de nuestras cabezas. Puedo escuchar hasta el sonido que hacen sus grandes alas al romper el aire.

            Sí, ahora recuerdo, con la vasija apoyada en mi vientre mientras el coche avanza hacia el Valhondo. En lo alto de la loma el matacabras sopla de cara, con fuerza. Sócrates me da la mano. Abrimos la vasija. Damos la espalda al viento y vertemos las cenizas. En silencio. El viento se las lleva volando y las esparce por los campos. Hasta las calandrias han callado.

            Sócrates me mira. Nos abrazamos. No lloramos. No decimos nada. Sólo habla el matacabras.

****  

Vista de Barcelona. Foto: Luis J. Martín
 

Es Semana Santa y he decidido ir al pueblo con Asier. Mi marido no puede venir y se ha quedado en Barcelona con la pequeña Ainara.

            Nos levantamos al amanecer. Hoy parece que el invierno ha dado un respiro a la primavera. Intento recordar el camino por el que me llevaba mi padre de paseo a ver a las avutardas. Había que cruzar el cauce seco del Zapardiel por el puente y coger el camino de Matacabras. Sí, vamos bien. Dejamos a la derecha la huerta del señor Pruden, donde un anciano me daba guisantes verdes para que los fuera pelando por el camino, ¡qué ricos! Pero hoy no hay nadie.

- Mira mamá vacas blancas -me dice Asier señalando un rebaño-. Hay muchas.

- No hijo -le corrijo con suavidad-, son ovejas. Mira, aquel señor que está en lo alto de la loma con dos perros, ¿los ves?, es el pastor.

- ¿Y qué hace allí?, ¿las quiere cazar con los perros?

- No, al contrario, las está vigilando para que nadie las mate. Para que no se le escape ninguna.

- ¿Y para qué quiere tantas ovejas?
"Mira mamá vacas blancas"

- ¿Te acuerdas del queso con membrillo que comimos el otro día en casa, ese que te gustó tanto? Pues está hecho con la leche de las ovejas.

- ¡Si lo compramos en el Hipertuin! -contesta Asier con gesto incrédulo.

- Pero todo lo que compramos allí, no aparece por arte de magia. Las naranjas, las peras, vienen de los árboles. Las cebollas, los tomates, vienen de la huerta. Y el queso viene de la leche de las ovejas o de las vacas, ¿lo entiendes? Todo lo que compramos procede de algún sitio, no aparece ahí de repente.

            Asier me mira y se encoge de hombros pero no contesta.

            Subimos la larga loma mientras cientos de calandrias celebran la luz del nuevo día emitiendo sus alegres e insistentes trinos desde el aire. El sol naciente proyecta nuestras sombras hacia delante. Asier juega con la suya, levantando un pie, luego el otro, saltando, persiguiéndola mientras la sombra huye como un fantasma cobarde y gigantesco.

            Los campos interminables de cereales se extienden hasta el horizonte. Según ascendemos por la loma va apareciendo el chapitel de la torre de Madrigal como un iceberg negro en un mar verde inmenso.
Madrigal. Foto: Luis J. Martín.

              A la izquierda del camino se empieza a ver el majuelo de Arecio en lo alto del Valhondo. Un poco más lejos una parcela de colza aparece como una explosión amarilla.


- Mira mamá ovejas blancas y marrones -me dice Asier señalando al otro lado del Valhondo.

- ¿Dónde?, no las veo -pregunto poniéndome en cuclillas para estar a su altura.

- Son blancas y marrones, ¡mira, allí! –insiste Asier señalando con el dedo.

            De pronto las veo. Hay unas veinte avutardas.

- ¡No, no son ovejas, son avutardas! -le corrijo con alegría-. Y esas blancas que parecen una bola, son machos haciendo la rueda para que les vean las hembras. Ya casi no me acordaba de lo grandes que son. Sí hijo, sí, son las avutardas y están buscando novia.

- Fíjate –le digo agarrándole por la barbilla para que me mire-. Tu abuelo Antonio me las enseñaba a mí cuando era tan pequeña como tú. Y ahora te las enseño yo a ti para que te acuerdes de él.
"Mira mamá, ovejas blancas y marrones"
 

- Mamá –me dice Asier un poco serio-, me has dicho que hemos venido a ver al abuelo. Pero está muerto. Yo no le veo.

- Hay muchas formas de ver –le contesto procurando hablar despacio y claro-. Cada vez que miremos a estos campos. Cuando escuchemos a las calandrias o a las perdices. Siempre que descubramos a las avutardas, será como si le estuviéramos viendo porque nos acordaremos de él, ¿me entiendes?

            De repente, algo asusta a las aves y se levantan con un pesado pero majestuoso vuelo. El aire nos da de cara y pasan justo por encima de nosotros. Se oye hasta el sonido que producen sus potentes aleteos al romper el aire.

- Mira mamá, ¡qué grandes son! Vuelan mejor que las ovejas -grita Asier muy contento, levantando los brazos al cielo para señalarlas.
"¡Qué grandes son! Vuelan mejor que las ovejas". 

            De pronto, mirando a Asier, me reflejo en su sonrisa. Me veo a mí misma señalando a las avutardas con el dedo. Agarrada de la mano áspera y fuerte de mi padre. Por fin ya tengo el recuerdo que buscaba.

            Sonrío yo también mirando a Asier. Mientras una lágrima se desliza por mi mejilla.

- Este es el mejor regalo que podías darme hijo -le digo a Asier susurrando-. No te olvides nunca de este momento. Recuerda siempre el vuelo de las avutardas.  Este es el mejor recuerdo que tu abuelo podría darnos.

- Entonces, mamá, abuelo también vuela mejor que las ovejas, ¿verdad?

 

En Arévalo, primavera de 2013.


Enlaces relacionados:
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- La avutarda (Otis tarda) en Ávila y Madrigal-Peñaranda:
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6 comentarios:

  1. Luis, tienes la facultad de emocionar pero también de hacer pensar. Fantástico.

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  2. Muy bonito y emocionante, eres un artista. Besos, Alejandro

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  3. Sencillo a la par que emotivo. Caco

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  4. Precioso. Gracias Luisjo

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  5. A mi también ha logrado emocionarme. Me ha gustado. Muchas gracias por compartirlo.
    Un abrazo
    Carlos

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  6. Me gusta y me ha recordado a Azorín por la reiterada puntuación.

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